sábado, 24 de noviembre de 2007

El árlbol de la Ciencia - PIO BAROJA

Me encuentro actualmente releyendo "el árbol de la ciencia" de Pio Baroja, uno de los libros más importantes de nuestra literatura del último siglo. Durante su lectura esta última semana redescubrí dos capítulos que hablan de la Ciencia y tratan temas muy parecidos a los que estamos viendo actualmente en clase. Me parece muy interesante transcribirlos, aunque sean un poco largos, merece la pena.



Andrés Hurtado, el protagonista, se encuentra en la terraza de su tio Iturrioz, médico ya de unos 60 años. Andrés no es un estudiante de medicina normal, su mente vuela por encima del Madrid de aquella época, y su tio es una de las pocas personas con las que Andrés puede tener conversaciones interesantes y enriquecedoras para él. Discuten durante largas horas sobre los temas más diversos. Aquí reproduzco una de las conversaciones que nos interesan:


Parte IV, Capítulo II: La realidad de las cosas


—No, no, realidades —replicó Andrés—. ¿Qué duda cabe que el mundo que
conocemos es el resultado del reflejo de la parte de cosmos del horizonte sensible en
nuestro cerebro? Este reflejo unido, contrastado, con las imágenes reflejadas en los
cerebros de los demás hombres que han vivido y que viven, es nuestro conocimiento del
mundo, es nuestro mundo. ¿Es así, en realidad, fuera de nosotros? No lo sabemos, no lo
podremos saber jamás.
—No veo claro. Todo eso me parece poesía.
—No; poesía no. Usted juzga por las sensaciones que le dan los sentidos. ¿No es
verdad? —Cierto.
—Y esas sensaciones e imágenes las ha ido usted valorizando desde niño con las
sensaciones e imágenes de los demás. ¿Pero tiene usted la seguridad de que ese mundo
exterior es tal como usted lo ve? ¿Tiene usted la seguridad ni siquiera de que existe? —
Sí.
—La seguridad práctica, claro; pero nada más.
—Esa basta.
—No, no basta. Basta para un hombre sin deseo de saber, si no, ¿para qué se
inventarían teorías acerca del calor o acerca de la luz? Se diría: hay objetos calientes y
fríos, hay color verde o azul; no necesitamos saber lo que son.
—No estaría mal que procediéramos así. Si no, la duda lo arrasa, lo destruye todo.
—Claro que lo destruye todo.
—Las matemáticas mismas quedan sin base.
—Claro. Las proposiciones matemáticas y lógicas son únicamente las leyes de la
inteligencia humana; pueden ser también las leyes de la naturaleza exterior a nosotros,
pero no lo podemos afirmar. La inteligencia lleva como necesidades inherentes a ella,
las nociones de causa, de espacio y de tiempo, como un cuerpo lleva tres dimensiones.
Estas nociones de causa, de espacio y de tiempo son inseparables de la inteligencia, y
cuando ésta afirma sus verdades y sus axiomas “a priori”, no hace más que señalar su
propio mecanismo.
—¿De manera que no hay verdad?
—Sí; el acuerdo de todas las inteligencias en una misma cosa es lo que llamamos
verdad. Fuera de los axiomas lógicos y matemáticos, en los cuales no se puede suponer
que no haya unanimidad, en lo demás todas las verdades tienen como condición el ser
unánimes.
—¿Entonces son verdades porque son unánimes? —preguntó Iturrioz.
—No, son unánimes, porque son verdades.
—Me da igual.
—No, no. Si usted me dice: la gravedad es verdad porque es una idea unánime, yo
le diré no; la gravedad es unánime porque es verdad. Hay alguna diferencia. Para mí,
dentro de lo relativo de todo, la gravedad es una verdad absoluta.
—Para mí no; puede ser una verdad relativa.
—No estoy conforme —dijo Andrés—. Sabemos que nuestro conocimiento es una
relación imperfecta entre las cosas exteriores y nuestro yo; pero como esa relación es
constante, en su tanto de imperfección, no le quita ningún valor a la relación entre una
cosa y otra.
Por ejemplo, respecto al termómetro centígrado: usted me podrá decir que dividir en
cien grados la diferencia de temperatura que hay entre el agua helada y el agua en
ebullición es una arbitrariedad, cierto; pero si en esta azotea hay veinte grados y en la
cueva quince, esa relación es una cosa exacta.
—Bueno. Está bien. Quiere decir que tú aceptas la posibilidad de la mentira inicial.
Déjame suponer la mentira en toda la escala de conocimientos. Quiero suponer que la
gravedad es una costumbre, que mañana un hecho cualquiera la desmentirá. ¿Quién me
lo va a impedir?
—Nadie; pero usted, de buena fe, no puede aceptar esa posibilidad. El
encadenamiento de causas y efectos es la ciencia. Si ese encadenamiento no existiera,
ya no habría asidero ninguno; todo podría ser verdad.
—Entonces vuestra ciencia se basa en la utilidad.
—No; se basa en la razón y en la experiencia.
—No, porque no podéis llevar la razón hasta las últimas consecuencias.
—Ya se sabe que no, que hay claros. La ciencia nos da la descripción de una
falange de este mamuth, que se llama universo; la filosofía nos quiere dar la hipótesis
racional de cómo puede ser este mamuth. ¿Que ni los datos empíricos ni los datos
racionales son todos absolutos? ¡Quién lo duda! La ciencia valora los datos de la
observación; relaciona las diversas ciencias particulares, que son como islas exploradas
en el océano de lo desconocido, levanta puentes de paso entre unas y otras, de manera
que en su conjunto tengan cierta unidad. Claro que estos puentes no pueden ser más que
hipótesis, teorías, aproximaciones a la verdad.
—Los puentes son hipótesis y las islas lo son también.
—No, no estoy conforme. La ciencia es la única construcción fuerte de la
humanidad. Contra ese bloque científico del determinismo, afirmado ya por los griegos,
¿cuántas olas no han roto? Religiones, morales, utopías; hoy todas esas pequeñas
supercherías del pragmatismo y de las ideas-fuerzas..., y sin embargo, el bloque
continúa inconmovible, y la ciencia no sólo arrolla estos obstáculos, sino que los
aprovecha para perfeccionarse.
—Sí —contestó Iturrioz—; la ciencia arrolla esos obstáculos y arrolla también al
hombre.
—Eso en parte es verdad —murmuró Andrés, paseando por la azotea.



Parte IV, Capítulo III: El árbol de la ciencia y el árbol de la vida


—Ya la ciencia para vosotros —dijo Iturrioz— no es una institución con un fin
humano, ya es algo más; la habéis convertido en ídolo.
—Hay la esperanza de que la verdad, aun la que hoy es inútil, pueda ser útil mañana
—replicó Andrés.
—¡Bah! ¡Utopía! ¿Tú crees que vamos a aprovechar las verdades astronómicas
alguna vez?
—¿Alguna vez? Las hemos aprovechado ya.
—¿En qué?
—En el concepto del mundo.
—Está bien; pero yo hablaba de un aprovechamiento práctico, inmediato. Yo en el
fondo estoy convencido de que la verdad en bloque es mala para la vida. Esa anomalía
de la naturaleza que se llama la vida necesita estar basada en el capricho, quizá en la
mentira.
—En eso estoy conforme —dijo Andrés—. La voluntad, el deseo de vivir, es tan
fuerte en el animal como en el hombre. En el hombre es mayor la comprensión. A más
comprender, corresponde menos desear. Esto es lógico, y además se comprueba en la
realidad. La apetencia por conocer se despierta en los individuos que aparecen al final
de una evolución, cuando el instinto de vivir languidece. El hombre, cuya necesidad es
conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El individuo sano,
vivo, fuerte, no ve las cosas como son, porque no le conviene. Está dentro de una
alucinación. Don Quijote, a quien Cervantes quiso dar un sentido negativo, es un
símbolo de la afirmación de la vida. Don Quijote vive más que todas las personas
cuerdas que le rodean, vive más y con más intensidad que los otros. El individuo o el
pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes como los antiguos dioses cuando se
aparecían a los mortales. El instinto vital necesita de la ficción para afirmarse. La
ciencia entonces, el instinto de crítica, el instinto de averiguación, debe encontrar una
verdad: la cantidad de mentira que es necesaria para la vida. ¿Se ríe usted?
—Sí, me río, porque eso que tú expones con palabras del día, está dicho nada menos
que en la Biblia.
—¡Bah!
—Sí, en el Génesis. Tú habrás leído que en el centro del paraíso había dos árboles,
el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de la vida era
inmenso, frondoso, y, según algunos santos padres, daba la inmortalidad. El árbol de la
ciencia no se dice cómo era; probablemente sería mezquino y triste. ¿Y tú sabes lo que
le dijo Dios a Adán?
—No recuerdo; la verdad.
—Pues al tenerle a Adán delante, le dijo: Puedes comer todos los frutos del jardín;
pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que tú
comas su fruto morirás de muerte. Y Dios, seguramente, añadió: Comed del árbol de la
vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no
comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar
que os destruirá. ¿No es un consejo admirable?
—Sí, es un consejo digno de un accionista del Banco —repuso Andrés.
—¡Cómo se ve el sentido práctico de esa granujería semítica! —dijo Iturrioz—.
¡Cómo olfatearon esos buenos judíos, con sus narices corvas, que el estado de
conciencia podía comprometer la vida!
—Claro, eran optimistas; griegos y semitas tenían el instinto fuerte de vivir,
inventaban dioses para ellos, un paraíso exclusivamente suyo. Yo creo que en el fondo
no comprendían nada de la naturaleza.
—No les convenía.
—Seguramente no les convenía. En cambio, los turanios y los arios del Norte
intentaron ver la naturaleza tal como es.
—¿Y, a pesar de eso, nadie les hizo caso y se dejaron domesticar por los semitas del
Sur?
—¡Ah, claro! El semitismo, con sus tres impostores, ha dominado al mundo, ha
tenido la oportunidad y la fuerza; en una época de guerras dio a los hombres un dios de
las batallas, a las mujeres y a los débiles un motivo de lamentos, de quejas y de
sensiblería.
Hoy, después de siglos de dominación semítica, el mundo vuelve a la cordura, y la
verdad aparece como una aurora pálida tras de los terrores de la noche.
—Yo no creo en esa cordura —dijo Iturrioz— ni creo en la ruina del semitismo. El
semitismo judío, cristiano o musulmán, seguirá siendo el amo del mundo, tomará
avatares extraordinarios. ¿Hay nada más interesante que la Inquisición, de índole tan
semítica, dedicada a limpiar de judíos y moros al mundo? ¿Hay caso más curioso que el
de Torquemada, de origen judío?
—Sí, eso define el carácter semítico, la confianza, el optimismo, el oportunismo...
Todo eso tiene que desaparecer. La mentalidad científica de los hombres del norte de
Europa lo barrerá.
—Pero, ¿dónde están esos hombres? ¿Dónde están esos precursores?
—En la ciencia, en la filosofía, en Kant sobre todo. Kant ha sido el gran destructor
de la mentira greco-semítica. Él se encontró con esos dos árboles bíblicos de que usted
hablaba antes y fue apartando las ramas del árbol de la vida que ahogaban al árbol de la
ciencia. Tras él no queda, en el mundo de las ideas, más que un camino estrecho y
penoso: la Ciencia. Detrás de él, sin tener quizá su fuerza y su grandeza, viene otro
destructor, otro oso del Norte, Schopenhauer, que no quiso dejar en pie los subterfugios
que el maestro sostuvo amorosamente por falta de valor. Kant pide por misericordia que
esa gruesa rama del árbol de la vida, que se llama libertad, responsabilidad, derecho,
descanse junto a las ramas del árbol de la ciencia para dar perspectivas a la mirada del
hombre. Schopenhauer, más austero, más probo en su pensamiento, aparta esa rama, y
la vida aparece como una cosa oscura y ciega, potente y jugosa sin justicia, sin bondad,
sin fin; una corriente llevada por una fuerza “x”, que él llama voluntad y que, de cuando
en cuando, en medio de la materia organizada, produce un fenómeno secundario, una
fosforescencia cerebral, un reflejo, que es la inteligencia. Ya se ve claro en estos dos
principios vida y verdad, voluntad e inteligencia.
—Ya debe haber filósofos y biófilos —dijo Iturrioz.
—¿Por qué no? Filósofos y biófilos. En estas circunstancias el instinto vital, todo
actividad y confianza, se siente herido y tiene que reaccionar y reacciona. Los unos, la
mayoría literatos, ponen su optimismo en la vida, en la brutalidad de los instintos y
cantan la vida cruel, canalla, infame, la vida sin finalidad, sin objeto, sin principios y sin
moral, como una pantera en medio de una selva.
Los otros ponen el optimismo en la misma ciencia. Contra la tendencia agnóstica de
un Du Bois-Reymond que afirmó que jamás el entendimiento del hombre llegaría a
conocer la mecánica del universo, están las tendecias de Berthelot, de Metchnikoff, de
Ramón y Cajal en España, que supone que se puede llegar a averiguar el fin del hombre
en la Tierra. Hay, por último, los que quieren volver a las ideas viejas y a los viejos
mitos, porque son útiles para la vida. Éstos son profesores de retórica, de esos que
tienen la sublime misión de contarnos cómo se estornudaba en el siglo XVIII después
de tomar rapé, los que nos dicen que la ciencia fracasa y que el materialismo, el
determinismo, el encadenamiento de causa a efecto es una cosa grosera, y que el
espiritualismo es algo sublime y refinado. ¡Qué risa! ¡Qué admirable lugar común para
que los obispos y los generales cobren su sueldo y los comerciantes puedan vender
impunemente bacalao podrido! ¡Creer en el ídolo o en el fetiche es símbolo de
superioridad; creer en los átomos, como Demócrito o Epicuro, señal de estupidez! Un
“aissaua” de Marruecos que se rompe la cabeza con un hacha y traga cristales en honor
de la divinidad, o un buen mandingo con su taparrabos, son seres refinados y cultos; en
cambio el hombre de ciencia que estudia la naturaleza es un ser vulgar y grosero. ¡Qué
admirable paradoja para vestirse de galas retóricas y de sonidos nasales en la boca de un
académico francés! Hay que reírse cuando dicen que la ciencia fracasa. Tontería: lo que
fracasa es la mentira; la ciencia marcha adelante, arrollándolo todo.
—Sí, estamos conformes, lo hemos dicho antes, arrollándolo todo. Desde un punto
de vista puramente científico, yo no puedo aceptar esa teoría de la duplicidad de la
función vital: inteligencia a un lado, voluntad a otro, no.
—Yo no digo inteligencia a un lado y voluntad a otro —replicó Andrés—, sino
predominio de la inteligencia o predominio de la voluntad. Una lombriz tiene voluntad e
inteligencia, voluntad de vivir tanta como el hombre, resiste a la muerte como puede; el
hombre tiene también voluntad e inteligencia, pero en otras proporciones.
—Lo que quiero decir es que no creo que la voluntad sea sólo una máquina de
desear y la inteligencia una máquina de reflejar.
—Lo que sea en sí, no lo sé; pero a nosotros nos parece esto racionalmente. Si todo
reflejo tuviera para nosotros un fin, podríamos sospechar que la inteligencia no es sólo
un aparato reflector, una luna indiferente para cuando se coloca en su horizonte
sensible; pero la conciencia refleja lo que puede aprehender sin interés,
automáticamente y produce imágenes. Estas imágenes desprovistas de lo contingente
dejan un símbolo, un esquema que debe ser la idea.
—No creo en esa indiferencia automática que tú atribuyes a la inteligencia. No
somos un intelecto puro, ni una máquina de desear, somos hombres que al mismo
tiempo piensan, trabajan, desean, ejecutan... Yo creo que hay ideas que son fuerzas.
—Yo, no. La fuerza está en otra cosa. La misma idea que impulsa a un anarquista
romántico a escribir unos versos ridículos y humanitarios, es la que hace a un
dinamitero poner una bomba. La misma ilusión imperialista tiene Bonaparte que
Lebaudy, el emperador del Sahara. Lo que les diferencia es algo orgánico.
—¡Qué confusión! En qué laberinto nos vamos metiendo —murmuró Iturrioz.
—Sintetice usted nuestra discusión y nuestros distintos puntos de vista.
—En parte, estamos conformes.
Tú quieres, partiendo de la relatividad de todo, darle un valor absoluto a las
relaciones entre las cosas.
—Claro, lo que decía antes; el metro en sí, medida arbitraria; los trescientos sesenta
grados de un círculo, medida también arbitraria; las relaciones obtenidas con el metro o
con el arco, exactas.
—No, ¡si estamos conformes! Sería imposible que no lo estuviéramos en todo lo
que se refiere a la matemática y a la lógica; pero cuando nos vamos alejando de estos
conocimientos simples y entramos en el dominio de la vida, nos encontramos dentro de
un laberinto, en medio de la mayor confusión y desorden. En este baile de máscaras, en
donde bailan millones de figuras abigarradas, tú me dices: Acerquémonos a la verdad.
¿Dónde está la verdad? ¿Quién es ese enmascarado que pasa por delante de nosotros?
¿Qué esconde debajo de su capa gris? ¿Es un rey o un mendigo? ¿Es un joven
admirablemente formado o un viejo enclenque y lleno de úlceras? La verdad es una
brújula loca que no funciona en este caos de cosas desconocidas.
—Cierto, fuera de la verdad matemática y de la verdad empírica que se va
adquiriendo lentamente, la ciencia no dice mucho. Hay que tener la probidad de
reconocerlo..., y esperar.
—¿Y, mientras tanto, abstenerse de vivir, de afirmar? Mientras tanto no vamos a
saber si la República es mejor que la Monarquía, si el Protestantismo es mejor o peor
que el Catolicismo, si la propiedad individual es buena o mala; mientras la Ciencia no
llegue hasta ahí, silencio.
—¿Y qué remedio queda para el hombre inteligente?
—Hombre, sí. Tú reconoces que fuera del dominio de las matemáticas y de las
ciencias empíricas existe, hoy por hoy, un campo enorme a donde todavía no llegan las
indicaciones de la ciencia. ¿No es eso?
—Sí.
—¿Y por qué en ese campo no tomar como norma la utilidad?
—Lo encuentro peligroso —dijo Andrés—. Esta idea de la utilidad, que al principio
parece sencilla, inofensiva, puede llegar a legitimar las mayores enormidades, a
entronizar todos los prejuicios.
—Cierto, también, tomando como norma la verdad, se puede ir al fanatismo más
bárbaro. La verdad puede ser un arma de combate.
—Sí, falseándola, haciendo que no lo sea. No hay fanatismo en matemáticas, ni en
ciencias naturales. ¿Quién puede vanagloriarse de defender la verdad en política o en
moral? El que así se vanagloria, es tan fanático como el que defiende cualquier sistema
político o religioso. La ciencia no tiene nada que ver con eso; ni es cristiana, ni es atea,
ni revolucionaria, ni reaccionaria.
—Pero ese agnosticismo, para todas las cosas que no se conocen científicamente, es
absurdo, porque es antibiológico. Hay que vivir. Tú sabes que los fisiólogos han
demostrado que, en el uso de nuestros sentidos, tendemos a percibir, no de la manera
más exacta, sino de la manera más económica, más ventajosa, más útil. ¿Qué mejor
norma de la vida que su utilidad, su engrandecimiento?
—No, no; eso llevaría a los mayores absurdos en la teoría y en la práctica.
Tendríamos que ir aceptando ficciones lógicas: el libre albedrío, la responsabilidad, el
mérito; acabaríamos aceptándolo todo, las mayores extravagancias de las religiones.
—No, no aceptaríamos más que lo útil.
—Pero para lo útil no hay comprobación como para lo verdadero —replicó
Andrés—. La fe religiosa para un católico, además de ser verdad, es útil; para un
irreligioso puede ser falsa y útil, y para otro irreligioso puede ser falsa e inútil.
—Bien, pero habrá un punto en que estemos todos de acuerdo, por ejemplo, en la
utilidad de la fe para una acción dada. La fe, dentro de lo natural, es indudable que tiene
una gran fuerza. Si yo me creo capaz de dar un salto de un metro, lo daré; si me creo
capaz de dar un salto de dos o tres metros, quizá lo dé también.
—Pero si se cree usted capaz de dar un salto de cincuenta metros, no lo dará usted
por mucha fe que tenga.
—Claro que no; pero eso no importa para que la fe sirva en el radio de acción de lo
posible.
Luego la fe es útil, biológica; luego hay que conservarla.
—No, no. Eso que usted llama fe no es más que la conciencia de nuestra fuerza. Ésa
existe siempre, se quiera o no se quiera. La otra fe conviene destruirla; dejarla es un
peligro; tras de esa puerta que abre hacia lo arbitrario una filosofía basada en la utilidad,
en la comodidad o en la eficacia, entran todas las locuras humanas.
—En cambio, cerrando esa puerta y no dejando más norma que la verdad, la vida
languidece, se hace pálida, anémica, triste. Yo no sé quién decía: La legalidad nos mata;
como él podemos decir: La razón y la ciencia nos apabullan. La sabiduría del judío se
comprende cada vez más que se insiste en este punto: a un lado el árbol de la ciencia, al
otro el árbol de la vida.
—Habrá que creer que el árbol de la ciencia es como el clásico manzanillo, que
mata a quien se acoge a su sombra —dijo Andrés burlonamente.
—Sí, ríete.
—No, no me río.

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Un saludo

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